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Una clase como cualquiera

  • Writer: Janet Rudman
    Janet Rudman
  • Apr 26, 2018
  • 2 min read

Voy a yoga dos veces por semana. Me lo recomendaron contra el estrés. Ideal para parar la mente. Ese martes fui convencida que iba enfatizar en la respiración, porque me cuesta un perú. Todo encajaba, cada palabra de la profesora iba a ser una consigna a seguir y mi cabeza se iba a vaciar de porquerías. La idea era poner la mente a dieta. Si alguien le hiciera una foto, sería como un mix de listas que se mezclan. Un lugar desordenado, donde tradicionalmente primaba el pensamiento negativo: ¿por qué va a salir algo bien si puede terminar en un desastre?. Pero con la ayuda de videos de autoayuda, de coaching y terapias de todo tipo, lo he ido cambiando. Ahora pienso que algunas cosas pueden salir bien. Por ejemplo, puedo hacer un tweet y tener 7000 impresiones, un pollo al horno puede quedarme crocante y tostado a la vez, puedo leer libros con calidad literaria que no son plomazos.( Pensaba en Lucia Berlin y Etgard Keret).

Me senté en mi colchoneta mirando a la profesora con atención. Mi amiga Karina iba a empezar ese día. Los primeros minutos de clase me daba vuelta para ver si había llegado. Al rato, me di cuenta de que me iba a dar tremenda tortícolis. Cuando llegó, mi respiración empezó a fluir. Inspirar, expirar, llenar de aire el abdomen, copié a la profesora y todo fluía.

Los pensamientos venían y yo los echaba. Me acordé de toda la ropa que tenía que ordenar y regalar, de las llamadas pendientes y volví a focalizar.

Estiré hasta el alma. Logré estar en el “aquí y ahora”, como se llama a concentrarse en el presente. Por un rato, imágenes de gente que pasó por mi vida, aparecieron para decirme algo. Una ex profesora de expresión corporal me sonreía y me decía “¿te acordás cuando jugabámos con papel higiénico?; ¿el día que volviste a ese lugar dónde dolía tanto a los cinco años?”. Después vi a mi psicóloga que me decía: “viste que podes…”.

Un momento después, estaba escuchando los quejidos de mi amiga, que le costaba estirar las piernas y los brazos al mismo tiempo. La alejé de mi mente.

La profesora apagó la luz, nos puso una piedra en la frente y nos sugirió que aflojáramos el cuerpo. Me relajé un poco, pero los pensamientos empezaron a surgir como si los corriera un ladrón con un arma. Me tapé con una manta, me sentí protegida y agradecida por ese espacio para mí misma.

Al cabo de quince minutos, para terminar la clase, la profesora nos pidió que nos incorporáramos de a poco y que dijéramos OM 3 veces. Al primer OM, me di cuenta de que mi amiga Karina no se había levantado y estaba bajo la manta. Me asusté mucho, me imaginé que había tenido un infarto y al momento siguiente estaba pensando si era socia de la UCM o del SEMM. Después que terminamos el OM y el agradecimiento, se levantó feliz y fresca como una lechuga, porque ella si se había relajado tanto, que se había dormido.

Una buena lección para mí: tengo que trabajar mucho el pensar en positivo y no creerme los cuentos que mi cabeza me hace.


 
 
 

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