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La esposa y el marido

  • Writer: Janet Rudman
    Janet Rudman
  • Feb 9, 2017
  • 3 min read
La esposa

Todavía sigo queriendo a Felipe. Lo lloraré cada día de mi vida. Yo imaginaba un futuro con nietos correteando por la casa. Pensé que sería pasajero, no lo fue.

Matilde llegó a nuestro bazar de 18 de julio y Requena con un CV hecho a las apuradas y cara de desgraciada. Cuando Felipe la recibió en su escritorio, mi intuición no me dijo nada. Será porque no tengo. Mi marido, yo no puedo llamarlo de otra manera, me incentivó a aumentar mi vida social: tomar el té, desfiles de moda, peluquería. Me decía que ya era tiempo de que disfrutara de la vida.

Después de que me dejó, muchos vecinos se acercaron para contarme que todos sabían. Yo algo sospechaba. Sus llegadas tarde, su buen humor, su falta de control en los gastos de la casa eran claros indicios de que algo sucedía. A veces, pienso que pude haber hecho algo para que no me dejara. Pero, ¿qué? Yo llevaba su color y largo de pelo preferido. Seguía al pie de la letra el recetario de su mamá. En la cama hacía todo lo que a él le gustaba o lo que me decía que hiciera. Me casé virgen a los veinte y siempre pensé que complacer al marido era hacer todo lo que se esperaba de mí.

Matilde tenía cuarenta años, piernas, brazos y dedos largos. Parecía mucho más alta que su 1.65. Tenía tremendas lolas y parecía que el mundo era suyo. Sus ojos eran expresivos y soñadores, su mirada hablaba de su avidez por la vida. Se vestía con jeans ajustados que le marcaban una cola que podría haber sido de una adolescente. Felipe la elogiaba por su relacionamiento con los clientes. Nunca me habló del trato preferencial hacia él.

Confieso que me alegré muchísimo cuando supe que ella lo dejó. Se ve que era mucha mujer para él. Yo lo sigo queriendo.

El marido

No puedo decir que no extraño los cuidados y la comida de mi mujer. Beatriz, seguirá siendo mi mujer, cocinaba con mi sazón preferida y sabía todos los trucos que le pasó la vieja. Hacía todo lo que yo le decía y era feliz.

Me enamoré de Matilde la primera vez que la vi. Era una mujer alta y armoniosa. Sus ojos eran una mezcla entre verde y gris, emanaban una sensualidad muy fuerte. Su risa enorme me sedujo. Yo siempre fui un tipo con poco sentido del humor. Con ella aprendí a reírme de chistes que antes me parecían tontos.

Desde que me casé, nunca fui especialmente fiel. Ella fue una obsesión. Tenía una imagen de mí cogiendo con ella rondando en mi cabeza todo el día. Pensaba en ella desde que me levantaba hasta mi llegada al negocio. Durante unas horas, saciaba mi hambre. Cerraba el negocio y necesitaba acostarme con ella. Pensé que sería una etapa que duraría poco tiempo. Fueron pasando los años y yo me sentía cada vez más joven.

Los asuntos de mi casa me parecían aburridos. La vida social no me interesaba. Deseaba que llegara el lunes para verla. Tenía un carácter indomable y se me enfrentaba como nadie se había atrevido nunca. A veces la ganaba ella, le encantaba y a mí también. Esos días era voraz en la intimidad. Yo tenía 55 años y me sentía un adolescente.

Yo no quería dejar a mi mujer. Un día Matilde me dijo que si no dejaba a mi mujer se iba del país. Su hermano había abierto un negocio en Paraguay y quería ponerla de encargada. Nunca supe si fue verdad o un ardid suyo.

Nunca me arrepentí de dejar todo por ella. Fueron los mejores años de mi vida. Era como vivir en una guerra de la cual se disfrutaban los armisticios de paz. Compartimos trabajo, casa, cama, viajes. Viajar con ella era un goce aún cuando fuéramos a Floripa en bondi. Recuerdo la primera vez que fuimos a un hotel 5 estrellas en Brasil. Comía con la mirada y también con la boca. Rellenaba su plato y hacía mezclas inimaginables para cualquiera: huevos revueltos con kiwi.

Cuando me dijo que empezaba terapia, sospeché que algo andaba muy mal. Pensé que le había dado todo pero me equivoqué. Ella se sentía asfixiada, según me dijo. Su hambre ya no estaba en la panza.


 
 
 

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