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La vuelta a Montevideo

  • Writer: Janet Rudman
    Janet Rudman
  • Dec 10, 2016
  • 3 min read

Cuando Daniela me llamó y me dijo que volvía a vivir a Montevideo , pensé que estaba loca de remate. No me cierra que alguien cambie Nueva York por Montevideo. Pero es la vida real, no una película de Woody Allen. Lo cierto es que Daniela me tocó el timbre después de quince años y nos dimos un abrazo bien fuerte.

Había vuelto al Uruguay solamente cuando murieron sus padres, y allí la acompañé. Salvo algunos llamados telefónicos, no tuvimos demasiado contacto durante todo este tiempo. Siempre sabía de ella por alguna amiga que viajaba. Me invito mil veces a su casa y yo tenía demasiadas excusas para darme cuenta de lo maravilloso que era tener alojamiento en el Alto Manhattan.

Nuestro reencuentro estuvo lleno de lágrimas, de recuerdos y de decirnos lo iguales que estábamos, cuando ambas sabíamos que nos íbamos a transformar en dos Pinochos.

Ella se había transformado en una mujer acostumbrada a la soledad y tenía algunas obsesiones. Le molestaban los ruidos de Montevideo, la caca de los perros en la calle, la basura, la impuntualidad de la gente. Veía un Montevideo gris con una movida cultural reducida para una mujer sola de cincuenta años. Se había ido a los 25, con muchas ilusiones en la búsqueda de un mundo mejor. No sé si se decepcionó de Estados Unidos con la caída de las Torres Gemelas o con la crisis financiera del 2008, dónde perdió mucho dinero. No entendí que sucedió, pero escuché algún comentario suyo respecto el hombre que estafó a mucha gente y está preso: Madoff. Este hombre estafó a mucha gente y está preso.

No le pregunté mucho por su vida amorosa. Sabía que había tenido varias parejas, pero por corto tiempo. Se sentía jubilada de ese tema y no vino a Uruguay para conocer a nadie. Eso me quedó claro en una de nuestras primeras conversaciones. Tenía un amigo con derechos en Panamá y se encontraban con frecuencia. Yo me considero muy “open minded” pero me sonó raro, como que los amigos con derechos son cosa de los treinta o de gente separada con hijos. Me di cuenta de que su soledad era una opción de vida, concepto que acuñó en el norte. No sé cómo hacía para evitar preguntas típicamente nuestras como “¿y no te casaste allá?”, “¿nadie te quiso o a vos nada te viene bien?”

Daniela creía que sus amigos de la juventud tenían una vida tranquila y se iba a pasar de fiesta en fiesta cómo le contaban, los que vivían en el exterior que venían de visita. No éramos un grupo ahora, pero cada uno por separado la llamó mucho, al principio, pero con el tiempo, cada vez que me llamaba, yo estaba inmersa en mis trabajos a deshoras, en mi rutina diaria y no tenía demasiado tiempo para ella. La vida pasó, teníamos todos hijos y ,a esta altura, hasta padres de quien ocuparnos. Se dio cuenta de que los uruguayos también vivíamos corriendo, que la gente cocinaba menos y que se hacían menos invitaciones a las casas.

Daniela, que es experta en contabilidad, detesta la tecnología, ni que hablar las redes de sociales. Lo único que ha aceptado es el whastapp que le permite recibir fotos de sus sobrinos. Cuando llegó estaba hambrienta de contactos reales. Estaba harta de amigos con quienes solo hablaba por teléfono. Hoy ya escuchar la voz del otro es mucho. ¿Cuánto hace que no nos encontramos a tomar café con alguien a quien queremos, pero cuyo encuentro vamos posponiendo, sin saber mucho por qué?

Ayer me llamó para decirme que vuelve a Nueva York. Ya consiguió trabajo y un apartamento a un precio razonable en Manhattan, lo mismo que ganar el cinco de oro. No puedo decir que la voy a extrañar, en el último año la vi dos veces, una en Nueva York y otra en mi cumpleaños.


 
 
 

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