Un pedazo de hielo
- Por Janet Rudman
- Nov 19, 2016
- 2 min read

El cuerpo habla. Recuerdo exactamente cómo me habló el mío, no me escribió cartas ni me mandó mensajes de texto. Vivía de contractura de cuello en contractura. Yo trabajaba como directora en una institución que recauda fondos para niños con capacidades diferentes. Mi cabeza le decía a mis emociones que estaba todo bien, que mi incomodidad era mínima comparada con los cambios que yo podía realizar en la vida de esos niños. Pero mi cuerpo seguía hablando. Un día era una gripe de 40 grados, otro día era el colon irritable. Mi doctora me tomaba el pelo, me decía que yo era una excelente cliente para MP, mi psicóloga decía que necesitaba un cambio de vida urgente.
Había una relación inversa entre el ambiente de mi trabajo, la gente que yo tenía a cargo y la hermosa misión que tenía la institución. Al principio, pensé que era cuestión de plantear un cambio organizacional y lograr que todos se pusieran la camiseta. Los directivos utilizaban la institución como lugar dónde medir sus egos. Era un ir para atrás y para adelante todo el tiempo en las resoluciones. Yo tenía un sueldo muy alto, por lo cual la opción de renunciar a mi lado racional le parecía de locos.
Fue entonces que decidí irme a Calafate y Ushuaia en enero, a ver si el Perito Moreno me ayudaba a tomar una decisión. Me fui sola, por supuesto. A ninguna de mis amigas le pareció interesante mi viaje. Estaba alojada en un hotel con vista al canal de Beagle. Miraba el paisaje y se me caían las lágrimas.
Todos los días hablaba con gente distinta. Me subía a un ómnibus de excursión y me imaginaba la vida de la persona que se sentaba a mi lado como si fuera la protagonista de una película. Me sentía liviana y llena de energía. Me di cuenta de que si seguía con ese trabajo iba a tener un infarto antes de los treinta y cinco.
Creo que fue al mirar los pingüinos que tomé la decisión de dejar ese puesto con mucho sueldo y pompa, pero perjudicial para mi alma Decidí priorizar mi armonía interior en detrimento de mi bienestar económico. Tenía dinero ahorrado para pagar todos mis gastos por seis meses. En último caso, podía volver a la casa de mis padres por un tiempo hasta reestructurar mi vida.
Agarré el celular y llamé a mi mamá. Lo primero que me preguntó si el whisky que había tomado en el Glaciar Perito Moreno me había pegado fuerte.
No mami, voy a dejar el trabajo en la fundación. Voy a buscar trabajo como docente. El año pasado me llamaron de la ORT para dar un curso sobre recaudación de fondos y yo lo rechacé.
Ok. Vos sabrás, pero, Valeria, que el frío no te afecte, no te quejes después que no podes viajar como a vos te gusta.
No, mami, no te preocupes. Es una decisión tomada. Va a estar todo bien.
Mamá no entendía mucho qué pasaba, recordaba los tres meses de pruebas que pasé para que me eligieran. Pero eso era el pasado. El futuro se abría ante mí con esperanzas. Esa noche me fui a comer una langosta con vino blanco para festejar el comienzo de mi nueva vida.
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